A Cádiz vine a robarle un día...

A Cádiz vine a robarle un día...
A Cádiz vine a robarle un día... y ella fue quien me robó, La Vida... La Vida... La Vida...

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Que pena ser relojero,...

Que pena ser relojero, y no poder parar el tiempo. Ese que leí hace tiempo "que no cesa ni perdona, el que nunca se para aunque lo parezca. El que se escapa y se va perdiendo cuando lo desaprovechamos dejando que pase..." 


Que pena, no poder parar el tiempo, sobre todo al llegar la noche. Esa noche que enmascara las carencias de nuestras almas y nos transporta a orillas trimilenarias que tantas y tantas veces fueron arrasadas, conquistadas, y vueltas a arrasar en los compases perfectos y armónicos que marcan los segundos de un reloj imparable. Un segundo, un latido... 

Un chasquido milimétrico que se nos va con un suspiro. Y así una noche y otra, y mientras tanto, van pasando los días. Dicen que el tiempo es quien todo lo cura. Aunque también es quien todo lo hiere. Dicen que es el tiempo el que nos zarandea al compás de un minutero que se vuelve loco por no poder ir hacia atrás. Que se detiene sesenta segundos, antes de avanzar un paso más en la corona de una maquinaria perfectamente sincronizada y engranada por manos divinas, que ya escribieron las lineas de renglones torcidos por las que nos empeñamos muchos de nosotros en caminar con espaldas rectas y cabezas altivas. Segundos que nos marcan la siguiente pena, el sucesivo acontecimiento, el siguiente acto, o la venidera y sustanciosa alegría que siempre pensamos inconscientemente, que nos debe de llegar... 

Que pena, que en mi próximo minuto de vida no sepa lo que me aguarda apuntado en el cuaderno de mi vida, o lo que me vendrá sin que nada pueda hacer por evitarlo. Que pena no saber lo que estará por venir, lo que me espera a la vuelta de otra esquina con la que darme de frente o intentar esquivar en vano, con todo lo que ya se de tantos segundos vividos al amparo de un tic-tac prodigioso que se inventara el que mueve los hilos, para cronometrar mi existencia, y ponerle fecha de caducidad a la vida tal y como la conozco, y la conocemos. Que lástima, que el continuador e imparable segundero no se ancle en el espacio-tiempo, para dejarme un segundo más en la comisura de tus labios. Perdido. Extraviado. Abandonado a tus ansias que son las mías. Lento, tanto que se pare el tiempo. Descuidado y desorientado como un chiquillo que no sabe bien a donde va, pero que aun así se deja llevar... y va con todo... sin miedos ni nada parecido, porque solo se le tiene miedo al dolor, y hasta que el llega, nada nos hace temer...

Las manillas, que avanzan muy despacito, nos marcan el compás de nuestras propias vidas, y con ellas algunas veces de la misma mano, las vidas de las demás personas a las que acompañamos, muchas veces rodeando con nuestras manos sus cinturas o dejando caer nuestro pesado brazo rodeando su cuello y acariciando su espalda, mientras vamos paseando al amparo de las sombras que nos dan las alamedas. Al final del camino, un polvoriento, seco y árido trazado arenoso custodiado por cipreses, nos marcan el fin...

Y a la vera de una reja negra de forja, forjada por hombres que ya tuvieron que marchar, un reloj de arena que se puso bocabajo en el mismo instante en que lloré por primera vez. Y aun no he dejado de llorar. Mi alma se rubrica con tu nombre, y en la penumbra de mi fría habitación te busco, pero no estás. Tu silueta se propaga mentalmente mientras tu risa araña las paredes y se entremezcla con mis sábanas calientes, esas que guardan el calor de tu cuerpo y el mío, rascando nuestras penas y pesares. Y ese reloj de arena puesto bocabajo, intercambia sus formas y maneras, para convertirse en minutero y segundero que con el gélido chasquido de un engranaje perfecto y ancestral, y que no se detiene por mal que nos pese... nos dice que la noche avanza, como avanzará el día con una nueva claridad... nada se detiene, todo continua, por mal que nos pese... o por bien que nos parezca...

Que pena ser relojero, y no poder parar el tiempo... pero más lástima le tengo a aquel al que ya se le paró su propio reloj, al que se le acabó la arena y se convirtió en polvo, y traspasó la verja negra de forja forjada por hombres que ya no están, porque no podrá volver para adentrarse entre los pliegues de tu preciosa piel, o en las arrugas de tu alma trimilenaria. Ni tampoco podrá volver a saborear cada una de tus lágrimas saladas, con las que yo enjuago mi cara en cada amanecer, y con las que suavizo mi garganta al llegar Febrero... para poder un año más cantar tus coplas... esas que se lleva el tiempo, quedan en la memoria, y no hay relojero que pueda pararlas. Aunque si me dan a elegir, yo tampoco las pararía. Porque yo no quiero malgastar el tiempo que me quede, mientras otros intentan tocar el minutero rascando tus penas... y las suyas...

Y ahora que se acaba el año, (aunque para mi lo haga el 31 de Enero) solo le pido al de los hilos, que el péndulo no se pare jamás... y que nos siga marcando el compás. Y mientras la vida se nos va, como en un reloj de arena, que sea tu arena la que se mezcle con la mía. Así seguramente mi vida tenga algo de sentido,... y quizás, porque no... la tuya junto a la mía...